Nínive, de Guadalupe Sáez (Teatre Rialto) | por Óscar Brox
Las mitologías, personales o universales, funcionan como una manera de engrasar ciertos aspectos de la condición humana. Nos recuerdan, más allá de las lecturas morales que podamos extraer de ellas, la importancia y la presencia que la ficción tiene en nuestras vidas. El simple hecho de contarnos historias y encontrarnos en ellas. Basta acudir a la Biblia, a los griegos, a las primeras narraciones orales, cierto, pero también a nuestra capacidad para coger el testigo y crear los propios -pienso, por ejemplo, en cómo Wajdi Mouawad, a través del acervo cultural del Líbano y sus infinitos conflictos, ha sido capaz de actualizar lo que en Sófocles y Esquilo fue el sentido de la tragedia. Rastrearlos en las historias familiares y convertirlos en esa clase de gestos que cualquiera puede leer, identificar, pensar como propio.
Nínive arranca como una investigación alrededor de la vida del abuelo de la autora. Lo que nos dice es que perteneció al bando republicano, trabajó como marino en un buque hundido por el fuego enemigo, sobrevivió al ataque, vivió un exilio temporal en Francia y regresó a la España del dictador Franco. Esos son los datos, a partir de una colección de imágenes y objetos que, proyectados y manipulados durante la obra, forman el hilo conductor del texto. Lo que cuenta, también, es que esa supervivencia tuvo lugar flotando, agarrado como pudo, durante más de siete horas en el mar. Toda su vida concentrada en ese gesto, resistiendo pese a todo. La cosa es que ese detalle es lo que le resulta conmovedor a la autora y lo que, de alguna manera, le lleva a bucear en la biografía.
Sobre el escenario hay solo un par de mesas y la pantalla de proyección. Los rostros son los habituales de La familia política: Mertxe Aguilar y Pau Gregori, más Sandra Sasera. El tono, diría, es casi confesional. Más que interpretar, Aguilar cuenta la historia, comparte los gestos, pone cada uno de los matices, los hace suyos. Por ejemplo: cómo se entiende ese ejercicio de resistencia si al final, con la vuelta a España, no quedaba otra que la rendición. El relato del abuelo se descompone en collages, cartas -reales o ficticias-, mapas y escenificaciones de algunos de esos momentos. La mezcla de recursos, junto al trabajo de los actores, es ágil, dinámica, cercana a través de la dirección de Kika Garcelán. Nos habla de sentimientos: ya sea la nostalgia por el sabor de unas natillas o la curiosidad por una figura del pasado que alumbra, de alguna manera, este presente.
Hablamos de rendición, de exilio y evacuación forzosa, que son cosas afines a la caída del bando republicano, pero todo ello se convierte en una mitología con la que su autora quiere describir una sensación del presente. Sin necesidad de mencionarla o subrayarlo, durante la obra se pone de relieve la utilidad o inutilidad de determinados gestos, la repetición de determinadas situaciones en un tiempo que parece cíclico o el cuestionamiento de hasta qué punto el énfasis personal es capaz, por sí solo, de sacar adelante un proyecto. Y lo justo es decir que Nínive habla, ante todo, de teatro. De la dificultad de hacerlo, pero también de mantenerlo. De seguir contando historias, creer en ese ejercicio de compartir mitologías.
Lo que más me gusta de La família política es que saben crear vínculos, forjar complicidades, a través de los temas que tratan. Y saben hacerlo desde un teatro mínimo, con lo justo, confiando en que lo fundamental está en conectar el relato y sus emociones con el público. Trasladarle sus preguntas, sus dudas, sus sensaciones. Lo que vemos en Nínive es el intento de reconstrucción de una memoria familiar, al tiempo que se nos pregunta si en verdad vale la pena resistir al fracaso, a una época mediocre o corriente o no tan bonita como se podía pensar. Si se puede, o se debe, hacer teatro cuando proyectos personales y vitales caen y desaparecen sin que haya remedio. El tono, otra vez, es confesional, cercano, da igual que conozcamos o no a los actores, ellos hacen lo posible por gozar de nuestra confianza. Y precisamente por eso lo que cuentan se ramifica en unos cuantos lugares: en lo familiar, en lo creativo, en lo social y, también, en lo político.
Con una duración muy ajustada, que me hizo pensar en lo que se tarda en hojear un álbum de fotografías, en dejarse llevar por esas imágenes mudas mientras se contrastan los datos reales, Nínive parte de una mitología ajena -la de Jonás, la ballena y esa ciudad que ahora se llama Mosul- para llegar a una propia -la del abuelo, su resistencia en alta mar y las múltiples calamidades hasta regresar a casa. Y ese trayecto, de alguna forma, me hace pensar en que algo parecido sucede con el teatro: lo hermoso que resulta cuando una historia ajena, ya sea verdad o ficción, se acaba convirtiendo en propia. O compartiendo, como si también fuera la de cada uno. La coda, a este respecto, no puede ser mejor: suena Franco Battiato, con el recuerdo de la última película de Nanni Moretti, los actores giran sobre el escenario. Sin más. Ese es el gesto de resistencia. Ese es el gesto político. La respuesta creativa frente a un momento de incertidumbre y decepción.